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1

Por las vías se iba la tarde, una tarde ocre de principios de otoño.

El guardagujas salió de su caseta y se dirigió hacia su puesto de mando. Llevaba una gorra marinera sobre su cabeza pequeña y huesuda de gaviota perdida mar adentro. A Baldomero le hubiera gustado ser marino y conducir un remolcador y dar órdenes a los trasatlánticos: «¡Tú, aquí! ¡Tú, allá!», como si una hormiguita mandara a un elefante. Pero a Baldomero la brisa del mar le hacía estornudar. Por este estruendoso motivo acabó de guardagujas.

Se colocó junto a la palanca de mover los raíles y miró hacia el horizonte. Al fondo se veía un puntito luminoso que nadie hubiera sabido distinguir qué era. Baldomero, sí; tenía vista de lince para los trenes.

—¡Ya asoma! —dijo.

Aquel faro, apagado todavía por la claridad de la tarde, irrumpía siempre a la misma hora por aquella recta infinita.

Baldomero se echó la gorra hacia atrás con sus manos sucias de grasa. Volvió la cabeza hacia la estación y vio el farol verde.

—¡El color amigo! ¡Le dejaré pasar! —exclamó.

Afirmó bien sus pies y tiró de la palanca. Se oyó un fuerte estruendo de hierros y las vías quedaron conectadas con las del andén número dos.

Ella venía por la vía delante del tren, dando saltitos. Desde tan lejos se la veía diminuta. Se la pudo contemplar mejor, no obstante, a medida que se aproximaba. Llevaba un paraguas de colores de brillante empuñadura, grande, como un paracaídas. Tan pronto lo desplegaba, en su afán por elevarse, como lo utilizaba de pértiga. Al saltar, las faldas abrían todo su amplio vuelo dejando ver debajo unos leotardos.

Tal vez la chica se proponía ganar al tren porque saltaba las traviesas de tres en tres. Y ni siquiera miraba hacia atrás. El tren se aproximaba peligrosamente a la saltarina, que no se daba cuenta del peligro. Baldomero salió al medio de las vías y empezó a agitar los brazos.

El jefe de estación dijo desde la puerta:

—¡Ese guardagujas se me ha vuelto majara!

Y como la niña no hacía ningún caso y seguía volando con su paraguas-pértiga, el buen hombre se precipitó corriendo y gritando hacia ella. Pitó el tren para que se apartaran. Baldomero saltó fuera de la vía, pero la niña siguió alegremente con su trenza al aire. El maquinista no frenó. El mercancías estaba ya tan cerca que no se podía detener.

—¡El treeeennn! —vociferó Baldomero.

La iba a arrollar sin remedio y él, que se la imaginó ya entre las ruedas, se tapó la cara con sus manos y se dobló de dolor, presintiendo la desgracia. Por eso no pudo ver cómo la niña se tiraba ágilmente al suelo y se quedaba de bruces, abrazada a su paraguas. El traqueteo del tren resonaba en todo el cuerpo de la chica mientras el gran mercancías pasaba por encima. Su estruendo se confundió en su cerebro con el del circo en el que había pasado su vida.

«La redondeada bóveda de la carpa se había alargado y se habían estirado sus paredes laterales y las cuerdas que pendían de arriba llegaban hasta el suelo y se habían apuntalado como columnas. El circo se había convertido al instante en una iglesia gótica con sus ojivas que parecía que iban a rasgar la lona.

Se llenó todo el solemne espacio de música de órgano y de olor a incienso. Y de pronto la niña, que estaba acurrucada tras una columna, vio aparecer por el fondo a su padre del brazo de una bruja. Llevaba ésta una peineta negra y una gran mantilla que rozaba el suelo; ocultaba sus manos con unos guantes negros y tampoco se le veían los pies, que arrastraba envueltos en unos paños oscuros. De esta manera no se le veían las garras de las manos y los pies, pero no cabía duda de que aquella mujer, que tenía la cara de la nueva trapecista, era bruja y podía arañar.»

Cuando ya había pasado el tren y se fundió su estruendo en la tarde serena, Baldomero volvió la vista. Mirar le daba escalofríos, pero sentía curiosidad y admiración por la entereza de la niña para morir.

Y cuál no sería su sorpresa al ver que la que creía aplastada por el tren se levantaba poco a poco aturdida y sucia. Sólo el paraguas, sobre el que estuvo tumbada, conservaba vivos sus colores. El gorro de lana y la coleta, la parte de atrás del vestido, su cara y sus manos, los leotardos y la bufanda, todo era negruzco.

—¿No te ha pasado nada? —se precipitó hacia ella el guardagujas.

La niña se sacudía el polvo tranquilamente.

—Pero, ¿qué has hecho? ¿No sabías que te podía atropellar el tren?

—Sí, por eso me tiré al suelo…

Baldomero le agitaba los brazos, le daba palmaditas en la espalda a ver si estaba rota por algún lado… Pero estaba toda enterita y tan campante, a pesar de su aspecto…

La chica había cumplido la primera parte de su propósito: llegar a Lasdero antes de oscurecer. En cuanto a la segunda parte, cenar…

Al guardagujas, con aquella conmoción, por poco se le olvida volver las agujas a su sitio. ¡Hubiera sido un despiste mayúsculo! El Talgo hubiera entrado, como el mercancías, en la vía dos y después en las cocheras, y los viajeros se hubieran despertado en Lasdero en lugar de París.

2

Al guardagujas le dio una pena inmensa aquella criatura abandonada, porque le trajo recuerdos de cuando él pasó hambre, más larga que aquellas vías…

A la niña se le veían once años bien vividos en un rostro alargado, despierto, sombreado por alguna pena. Al fondo de sus ojos gris claro se adivinaban amplios panoramas de sueños por realizar.

—¿No has comido nada en todo el día? —le preguntó Baldomero.

La chica se echó a reír, con una risa apagada, un poco triste.

El guardagujas la acompañó a la cantina que había tocando a la estación; ella se compuso sus faldas y se las sacudió antes de entrar. A esa hora no había allí más que tres camioneros.

—Dale a esta chica un buen bocadillo de queso, Leoncia —le pidió a la mujer.

La niña ponía cara de no tener un real. ¿Por qué será que lo que canta en el bolsillo resuena en la cara?

Mientras el guardagujas abría paso para que pasara pitando el Talgo del norte, ella empezó a comer, pensativa.

Era demasiado fuerte la experiencia de aquel viaje y todo lo que había cavilado y sentido durante aquella noche y aquel larguísimo día de huida para que Maravillas pudiera guardarlo dentro sin contárselo a nadie. Tenía necesidad de aliviar aquella tensión y más en unos momentos en que la noche se iba apoderando otra vez de todo, también de su propio interior.

Leoncia era de esos seres que inspiran confianza. En su rostro lleno y