portada.jpg

Primera edición digital: septiembre 2016
Ilustración de la portada: Paco Roca
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: María Zuil
Revisión: Juan Francisco Gordo

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Raúl Monteagudo
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16616-86-2

Raúl Monteagudo

Cuando los republicanos liberaron París

Para mi tío Luis y todos los resistentes al franquismo de mi familia, para mi amigo Óscar y mi compañera Pi que tanto me han apoyado, y sobre todo para mi hija.

«Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no obtiene recompensa».

Albert Camus

 

«Esta guerra europea que comenzó en España, hace ocho años, no podrá terminarse sin España».

Journal de Combat, 7 de septiembre de 1944. Albert Camus

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Cita
  6. Prologo
  7. Parte I. Arenas y almendros
  8. Parte II. La derrota
  9. Parte III. La victoria
  10. Epílogo
  11. Bibliografía
  12. Mecenas
  13. Contraportada

Prólogo

Sebastiaan Faber, catedrático de Literatura Española en Oberlin

Soldados de Salamina, la novela-bestseller de Javier Cercas, adolece de una curiosa contradicción en la que pocos lectores se suelen fijar. El héroe del relato, el soldado republicano Antoni Miralles, lo es por dos hechos muy diferentes entre sí. Es héroe porque, en el momento clave que tanto le fascina al narrador de la historia, le perdona la vida al falangista Rafael Sánchez Mazas cuando podría —y de rigor debería— haberle matado. Y lo es porque, después de la guerra civil española, ayuda a derrotar al fascismo como soldado en las filas del general Leclerc. Es decir: llega a la heroicidad por matar a fascistas extranjeros y por no matar a un fascista español.

Así, aunque Soldados de Salamina parecía conectar la lucha de la República Española con la de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial, en realidad acabó por confirmar lo que desde hace años ha sido una lectura de la historia española en clave excepcionalista: una lectura que se resiste a aplicar al pasado español el consenso moral establecido en Occidente con respecto al Holocausto. Y que, de forma paralela, se resiste a asumir la aplicabilidad a España de la legislación internacional que nace a raíz del mismo Holocausto: los conceptos de genocidio y crimen de lesa humanidad y, posteriormente, los tratados internacionales en torno a las fosas comunes y las desapariciones forzadas.

Desde finales del siglo XX, el movimiento por la llamada «recuperación de la memoria histórica» se ha empeñado en cuestionar esta lectura excepcionalista de la historia española, atreviéndose, por ejemplo, a preguntar de forma abierta por qué puede seguir habiendo estatuas de Franco por todo el país si sería inconcebible que hubiera un monumento a Adolf Hitler en Berlín. Ha sido una lucha por cambiar lo que, desde los mismos años de la dictadura, se había establecido como un doble «sentido común»: un sentido común europeo que identificaba al nazismo con el mal absoluto al mismo tiempo que promovía una interpretación de la guerra civil española y del franquismo basada en una supuesta neutralidad científica o la equidistancia moral del «todos fuimos culpables».

Más de quince años después de que Emilio Silva sacara a su abuelo de una fosa en León, esa lucha, continua y abnegada, ha empezado a dar fruto. Ya pocos españoles se atreven a cuestionar el derecho de los parientes a exhumar a sus seres queridos. Y se extiende una cierta dosis de vergüenza cuando los representantes de la ONU llaman la atención sobre el hecho de que el gobierno español incumple, escandalosamente, los tratados internacionales firmados por España. Ya es posible burlarse de la tremenda inconsistencia de una derecha española —llámese Esperanza Aguirre, Eduardo Inda o Albert Rivera— que, al mismo tiempo que se escandaliza por una broma de humor negro inspirada en la tragedia del Holocausto, se niega a llamar al franquismo por su nombre.

Aun así, se producen situaciones surrealistas. Un debate entre tres de los candidatos políticos principales en las semanas anteriores a las elecciones generales de 2015 dio pie a un momento absurdo cuando Albert Rivera afirmó que a los políticos españoles les urgía unirse para luchar contra el terrorismo «del mismo modo que luchamos unidos contra los fascistas». ¿Cuál habrá sido ese orgulloso nosotros invocado por Rivera aquí? ¿Cuál puede ser ese colectivo, al que cree pertenecer el líder de Ciudadanos, que luchó contra el fascismo? Desde luego el nosotros invocado por Rivera es un nosotros profundamente ahistórico, un nosotros español que intenta borrar el hecho de que Franco llegó al poder gracias a Hitler y que fue su fiel aliado durante al menos la mitad de la Segunda Guerra Mundial.

El desliz de Rivera señala el gran desafío que queda por delante en España: el educativo. Una cosa es que la mayoría de la población acepte que las víctimas de la Guerra Civil deberían poder exhumarse; otra muy diferente es que esa mayoría conozca su historia más allá del puñado de tópicos que siguen determinando la imagen que los españoles tienen de la guerra y el franquismo, entre los que destaca el tópico de que la guerra ocurrió muchos años atrás, que fue una gran tragedia y que es mejor olvidarla para no provocar otro conflicto violento.

¿Cómo enfrentarse a ese desafío educativo? Lo cierto es que exige una lucha por varios frentes. Para empezar, los historiadores universitarios deberían interesarse mucho más por involucrar a la sociedad civil en la producción del conocimiento sobre el pasado. No estoy hablando sólo de una mayor difusión de su trabajo de investigación —que también—, sino de una reconsideración más profunda de su papel, una reconsideración que asuma el hecho de que la reconstrucción del pasado colectivo es una labor también colectiva, una tarea democrática que trasciende los muros de la torre de marfil universitaria. Hay grupos de historiadores, como los del colectivo Contratiempo (www.contratiempohistoria.org), que están desarrollando una importante labor en ese sentido bajo el lema «El pasado es de todos y todos pensamos históricamente». En segundo lugar, la universidad y el Estado deberían asumir un papel mucho más activo en lo que el historiador Ricard Vinyes ha llamado «la memoria como política pública», y que incluye una mayor atención por los contenidos y objetivos de la enseñanza pública (¿qué aprenden los niños y adolescentes españoles del pasado?), además de espacios públicos, incluidos los museos.

Pero en esta lucha también tienen una responsabilidad los creadores. Al fin y al cabo, la novela y el cine desempeñan desde hace más de un siglo una función crucial en la configuración del pasado colectivo. La ficción —ese extraño invento humano que nos permite vivir lo no real como si lo fuera, y experimentar lo otro como si fuera propio— puede ser una herramienta mucho más efectiva que los discursos «de verdad» (la historiografía, el periodismo, el documentalismo…) cuando se trata de recordar episodios injustamente olvidados, de retratar el pasado en toda su complejidad, o de crear la comprensión crítica y matizada de la historia que es la base de toda verdadera democracia. Y esa es la tarea que cumple, admirablemente, esta hermosa novela de Raúl Monteagudo, al recrear la suerte de los republicanos que, después de sobrevivir a la Guerra Civil y los campos de concentración franceses, participaron en la liberación de París.

Introducción

 

La primera vez que oí hablar de los españoles republicanos que liberaron París era tan pequeño que ni me acuerdo. Mis padres fueron emigrantes en la ciudad del Sena durante los años sesenta. A mi madre le he oído contar infinidad de veces una anécdota con una vecina del inmueble. Mi madre y mi padre, en esa época, eran una joven pareja de trabajadores que huían de la gris España franquista para adentrarse en un universo como el de París de los 60 resplandeciente de luces, pero con algunas sombras.

Como muchas emigrantes españolas de esos años, mi madre era la portera en un edificio en una calle cercana a la place de la République donde algunos pisos pertenecían a personas de la burguesía. Vivían en el bajo y mi hermano solía jugar con la bicicleta y otros cacharritos de niño en el patio. Una propietaria o inquilina tuvo la ocurrencia de recriminar a mi madre que mi hermano jugara en dicho espacio, porque hacía mucho jaleo. Los franceses suelen achacar a los españoles que son muy ruidosos, y probablemente, a veces tengan razón. Sin embargo, aquella mujer, de forma imprudente, pronunció esas palabras delante de un vecino joven, alto y culto que trabajaba como traductor en la sede de la UNESCO.

—Señora, usted debe más a estas personas de lo que cree. Así que deje que el niño juegue en paz en el patio y cierre bien las ventanas si no quiere oírle.

Aquella mujer, roja de ira, se marchó a la calle con cajas destempladas.

—No te preocupes, si te vuelve a molestar me lo dices —tranquilizó aquel joven a mi madre en perfecto español—. Algunas personas se creen más que los demás sólo porque viven en los pisos altos.

En otra ocasión el joven alto preguntó a mi madre si había vuelto a tener problemas con la señora. La respuesta fue negativa. Después de un rato de cháchara él le confesó que su padre había sido uno de los españoles que había entrado en París el 24 de agosto de 1944.

Teniendo ya unos 16 años, a mediados de los ochenta, un matrimonio amigo de mis padres que veraneaba con nosotros empezó a hablar de sus años juntos en París. Posteriormente me enteré de que entre todos habían estado haciendo labores de resistencia al régimen franquista, y que incluso uno de ellos, Antonio, había venido a España clandestinamente para conspirar contra Franco.

Mi madre volvió a contar su historia, y por fin entendí el significado de aquella anécdota. No me podía creer que hubieran sido españoles los primeros en entrar en París y, escéptico, pregunté cómo había sido posible que republicanos perdedores de nuestra contienda liberaran París. Me hablaron de que la división Leclerc, donde abundaban los milicianos y refugiados que perdieron la Guerra Civil, había entrado en París la primera, previo desembarco en Normandía. Me aseguraron que llevaban carros de combate con nombres como Teruel, Madrid, Belchite, etc. En homenaje a algunas de las batallas de la Guerra Civil ganadas por la República.

Esta anécdota me permitió desde niño estar en contacto con una parte de nuestro pasado que permanece oculta u olvidada intencionadamente. A través de estas palabras se pretende dar a conocer a ti, lector, que eres parte activa de la Historia de manera tan inadvertida como haces la digestión o respiras, la epopeya de aquellas personas que sufrieron las turbulencias de unos años en los que se jugó el destino de Europa y del mundo, esta es la historia de las gentes que pasaron por la Guerra Civil, por las cárceles franquistas, por los campos de concentración o exterminio y que se enfrentaron, y derrotaron, al fascismo por todo el mundo, menos en su país.

También trata de denunciar a esa sociedad que después del franquismo se olvidó de aquellos que lucharon contra él, no sólo porque no les rehabilitó, sino porque nunca difundió su labor en favor de la libertad y la democracia, palabras hoy tan manoseadas y casi vacías de contenido.

Se ha dicho que durante los años de la Transición ha habido un pacto de silencio, Paul Preston lo denomina «Pacto del Olvido», en virtud del cual, la izquierda callaba y la derecha, siempre deudora del franquismo, directa o sentimentalmente, echaba aún más tierra sobre sus cargas históricas. De este modo siguiendo a Mari Paz Balibrea podemos decir que «La democracia no es una ruptura radical con el franquismo. Antes bien la democracia construye su modernidad sobre él y no contra él, en aspectos socioeconómicos, incluso políticos, fundamentales. […] El dibujo de continuidades y rupturas en la historia reciente de España no produce una línea conectiva entre república-antifranquismo-democracia que aísle al franquismo».

De una manera más gráfica podemos asegurar que el discurso que construye la historia reciente de España se resume en:

(República) – Franquismo - Democracia

Cuando debió haber sido:

República – Antifranquismo – Democracia
(Franquismo)

En el edificio histórico erigido por la sociedad española después de 1975 el referente y antecesor del periodo democrático no ha sido la II República, antes bien, se mantuvieron símbolos, instituciones, leyes y conductas que retrotraían al ciudadano al periodo franquista. Durante la Transición ha predominado la ambigüedad y la manipulación sobre quiénes fueron unos y quiénes fueron otros, se ha fomentado un relativismo en el que se equiparó a verdugos y víctimas, a Dictadura y República, a quienes propiciaron el golpe de estado del 36 con los que defendieron al gobierno legítimo y legalmente establecido desde las urnas, a fascistas italianos y Legión Cóndor con brigadistas internacionales, a integrantes de la División Azul con resistentes y españoles que lucharon en los ejércitos aliados, a torturadores de las cárceles franquistas con presos políticos, a terrorismo de Estado (franquista) con acciones de protesta o resistencia contra ese régimen ilegítimo y represor.

Esta es la sociedad que se fue fraguando durante el último cuarto de siglo XX y la primeras décadas del siglo XXI. Como consecuencia de este grave error en la construcción, que no reconstrucción, de la Historia, hoy día, aún nos encontramos que el Valle de los Caídos sigue siendo, cuarenta años después de la muerte del dictador, un lugar de culto de la Iglesia católica y de glorificación del fascismo español. Nos encontramos con que muchas cunetas y tapias de cementerios siguen escondiendo los restos de las personas masacradas por la represión sistemática y planificada de las tropas franquistas, de falangistas y de elementos tradicionalistas (terratenientes, requetés, carlistas, etc.) durante la Guerra Civil y postguerra hasta 1975; siempre con el firme apoyo de la Iglesia católica, pilar fundamental de un régimen asesino y genocida. Nos encontramos con un país que, con excesiva frecuencia se muestra hastiado, o ignora y rechaza que se hable de la II República, de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco o de los antifranquistas. Nos encontramos, pues, con una sociedad que, incluso en sectores que se dicen de izquierda, asume un discurso sesgado complaciente con la dictadura y marcado por la derecha heredera y connivente con el legado de Francisco Franco.

Todas estas circunstancias fueron mal explicadas en escuelas y peor representadas en medios escritos y audiovisuales. Muy pocas veces se ha entrado en el análisis sociopolítico-económico de las causas de la Guerra Civil ni de sus desastrosas consecuencias para nuestro país, arrastradas durante décadas.

Paradójicamente, se ha dejado fuera de nuestra construcción histórica y de los libros de texto para escolares a los españoles que entraron en la Gran Historia, se ha arrinconado a protagonistas indiscutibles como las víctimas de los campos de exterminio nazis de Mauthausen-Gusen, o a los integrantes de la Compañía Nueve de la división Leclerc, entre muchos ejemplos.

Este olvido, no es en absoluto ingenuo, ni edificante para una sociedad que pretenda estar en paz con sus entrañas y realizar una reconstrucción democrática de su pasado, sobre el cual se fundamenta el presente y se abren, o cierran, nuevas vías para el futuro.

Parte I

Arenas y almendros

1

 

Al cruzar la frontera miré un instante las ramas de los árboles, desnudas de hojas y frutos, con aspecto desvalido y tristón. Estábamos en pleno invierno y la naturaleza se había retirado a la espera de que volviera a salir el sol y la temperatura permitiera que resurgieran nuevas yemas.

La columna avanzaba con parsimonia bajo el gélido aire pirenaico, el cansancio, la falta de alimento, el sueño y la derrota. Aunque ya estábamos a la mitad de la estación invernal, este era el momento en el que la sentíamos con más fuerza. Los cristales de hielo atravesaban nuestra ropa y nuestra piel punzándonos como miles de alfileres.

La larga fila de sombras pardas, grises o negras de soldados, ancianos, hombres, mujeres y niños cabizbajos se distribuía como buenamente podía en las cunetas y tras los cercados, esperando a que más soldados, ancianos, hombres, mujeres y niños cabizbajos pasaran delante de sus ojos. Algunos miraban la longitud de aquella serpiente humana que contrastaba con el blanco de la nieve. Los raídos capotes militares sirvieron para que muchos se acomodaran en el suelo, así como para que los niños no sintieran la humedad de la tierra helada. Las madres se aferraban a los bebés y les daban el alimento que ya no manaba de sus pechos. Quien más y quien menos miraba para atrás un instante pensando en el retorno.

A pesar de lo ocurrido no sentía especial pena; estaba aterido y hambriento, y me recorría la rabia y el desánimo, pero no la pena. Quizás es la misma sensación que cuando uno se da un martillazo, por un rato el dedo deja de doler, incluso hasta de existir, pero después comienza el hormigueo y la profunda desazón por sentirlo reventado.

No sé por qué azar del destino tuve que atravesar la frontera por un paso pirenaico al son del Himno de Riego tocado por una banda del ejército. Aquello me parecía una alucinación, igual que los gendarmes gesticulando con los brazos e indicándonos en francés, con caras de témpano y gesto de pocos amigos, dónde depositar los fusiles y demás pertrechos que llevábamos encima. Algunas armas nos las habían dado en la Batalla del Ebro y no tenían más que unos meses; otras eran viejos fusiles de la guerra franco-prusiana cansados de tanto guerrear.

A pesar del celo de los gendarmes, entre las ropas se perdieron infinidad de pistolas y granadas para cuando pudiéramos volver a España.

Tras depositar contra un muro de pizarra todo aquel material, ya nunca más seríamos un ejército, o eso creímos. Por otro lado, tampoco lo habíamos pretendido, aunque los vientos de aquellos años nos empujaron a formar unidades militares con rangos y disciplina que anteriormente aborrecíamos. Nos dejamos tanto en el camino, que al final tuvimos que posponer y hasta renunciar sin fecha a la revolución.

Deshacerme de aquel fusil no fue fácil. Aun siendo un alivio quitarse un peso de varios kilos, aquel viejo amigo, sucio y arañado, al que en tantas noches y bombardeos había abrazado como a una novia, debía seguir su propio camino. No obstante, ante la incertidumbre por lo que pudiera pasar escamoteé bajo la ropa una pistola.

Los montones de armas que se acumulaban en las cunetas contrastaban con los manojos de ramas secas guardados en las leñeras a la espera de que las bajas temperaturas los hicieran necesarios para la lumbre. El invierno se nos había venido encima a todos, convirtiendo nuestra ropa y material en inservibles cacharros de guerra. Nuestras vidas eran, asimismo, una montaña de ilusiones y experiencias a la espera de saber lo que hacer con ellas.

Una vez despojados de nuestro armamento, a los soldados nos agruparon a un lado de la carretera. Cuando me ordenaron colocarme en un lugar diferente a las familias, pensaba que, curiosamente, no era considerado como civil. Los andrajos del descompuesto Ejército Republicano no me permitían reunirme con aquellos que yo sentía de los míos. La suerte que esperaba a aquellas gentes venidas mayoritariamente de Aragón y Cataluña, no era mejor que la nuestra. Cada uno acarreaba su propia historia: los milicianos habíamos tenido que soportar la dureza de la guerra y el clima, pero a muchos de los civiles, en particular a los más mayores, se les adivinaba en el rostro las penalidades sufridas hasta terminar en aquel paso perdido de montaña.

Sé que muchos anhelaban que la pesadilla hubiera terminado, que en Francia estarían a resguardo de tiros, bombardeos y persecuciones aéreas como las vividas en la retaguardia o en la huida. De todas maneras, la incertidumbre y el peso de la derrota se interponían entre nosotros y el futuro como una nube negra de tormenta, ajenos aún al dolor y la desdicha que el destino nos guardaba.

El contrapunto a la desolación de los adultos era la alegría y curiosidad de los niños. Recuerdo sus caritas llenas de churretes, afiladas por el aire helado de la sierra, con las manitas enrojecidas, las ropas llenas de barro y hechas jirones. Algunos se quedaban como lelos mirando nuestra tez curtida, nuestras barbas y nuestros uniformes. Recuerdo una niña que se me acercó y preguntó:

—¿Por qué tienes un agujero en la oreja?

—Pues mira —le contesté riendo—. Me lo hice cuando cruzamos el Ebro. Salía de la trinchera y un compañero antes de que me cayera una bomba encima se abalanzó sobre mí salvándome la vida. Este rasguño y arañazos es lo único que me hice. A él, en cambio, se lo tuvieron que llevar al hospital con la pierna rota.

La niña me siguió mirando atentísima al tiempo que yo hacía un gesto de pena por el compañero herido.

—Pero, ¿sabes qué? —continué bajo la atenta mirada de aquellos ojitos grandes—. ¿Has oído hablar de las historias de piratas? —La niña asintió boquiabierta y muda—. Pues cuando acabe la guerra me pondré un pendiente como los corsarios del Caribe y recorreré los mares del sur. Con el botín que saque volveré a cruzar la frontera para comprarte un abriguito.

Aquellos grandes ojos se quedaron sin pestañear un buen rato. Después se dio la vuelta y corrió a los brazos de su madre, que intentó esbozar una sonrisa.

Si los niños sentían curiosidad por nosotros, los soldados coloniales franceses venidos del Senegal les provocaban sorpresa y miedo. Esos hombres altos, espigados, enjutos y de piel oscura procedentes de los trópicos, solamente con la mirada lanzaban a los pequeños al regazo de sus madres o padres, muertos de miedo. Las malas formas que empleaban para obligarnos a sentarnos aquí, o caminar hasta allá, desazonaban hasta a los más duros. Muchos los veíamos como las tropas africanas de los franquistas, los veíamos como hombres que habían marchado de sus poblados y dejado a sus gentes para venir a pasar calamidades y desprecios de los mandos de la metrópoli. Sin embargo, ahora nosotros, blancos como sus jefes, estábamos a su merced. Habían venido a servir a una patria que les decían propia, para quién sabe si, llegado el momento, retornar a sus aldeas sin pena ni gloria, o bien acabar lisiados o en una caja de madera bajo dos palmos de tierra europea.

Antes de que se hiciera de noche nos condujeron a un cercado cubierto de nieve, rodeado de montañas blancas llamado Prat de Molló. Aquel era un campo en el que pastaban las vacas habitualmente, con una ligera pendiente y unos árboles escuálidos en la parte más alta. Bajo más de una cuarta de manto blanco se escondían pedruscos y rocas que hacían difícil dar un paso. La postal hubiera sido preciosa si no fuera porque aquel iba a ser para algunos de nosotros nuestro hogar durante largos meses.

Dormir en pleno invierno al raso, con un manto de nieve de varios centímetros sin mayor cobijo que una manta o un capote, era una prueba de resistencia que nos recordaba la vida de las trincheras, a la vez que nos parecía intolerable para aquellas criaturitas y ancianos que nos acompañaban. Como pudimos hicimos unas chozas con el fin de resguardarnos algo del frío, pero aun así, nos quedábamos tiesos; sin contar que la humedad nos calaba hasta el alma. Muchos refugiados enfermaban o morían. Los franceses no querían que nos quedásemos, y por la parte española, las autoridades de la República estaban aún ocupadas en el fin de la guerra. La desidia y el desdén de los franceses eran tan manifiestos, que las protestas de los que nos encontrábamos en aquel idílico paraíso pirenaico no servían para que hicieran caso de nosotros. Francamente, nunca nos imaginamos que los vecinos del norte nos recibirían así, sin barracones, sin ningún acondicionamiento, sin nada más que un prado desolado. Es cierto que la enorme marea humana harapienta que atravesó la frontera, desnutrida, muerta de frío y en busca de cobijo y paz les desbordó por completo; pero era evidente que la República se estaba hundiendo, y desde hacía muchos meses el territorio controlado por nosotros se había partido en dos. Las autoridades francesas, simplemente, no habían pensado nada, no habían previsto el mínimo plan en caso de que una avalancha humana se apresurara a cruzar la frontera. Quizás, les fuimos molestos desde antes de entrar en su territorio y creyeron que una vez allí, si nos maltrataban, emprenderíamos de nuevo camino hacia el sur.

Si estas condiciones en la vida de cualquier persona hubieran supuesto un infierno, aún tuvimos que soportar ser vistos por parte de la población local como monos enjaulados. Cierta prensa francesa había hablado de los republicanos españoles como de auténticos demonios con rabo y cuernos. Esta imagen se quedó clavada en la mente de muchos franceses que aprovechaban los fines de semana con el fin de acercarse a ver a esa muchedumbre venida del otro lado de los Pirineos para «contaminar los puros aires de sus tierras».

Por suerte, todo el mundo no pensaba de la misma manera, los cuáqueros americanos y las organizaciones de izquierda francesas nos dieron algo de comida y abrigo, además de alzar la voz por las condiciones y trato a los que nos veíamos expuestos.

Ninguno de nosotros entendía la razón por la que se nos estaba dando esta acogida. Todos estábamos huyendo de la guerra, y algunos de una muerte segura si nos atrapaban los falangistas o los militares franquistas. ¿Acaso Francia no era una democracia?, ¿por qué la izquierda no se movilizaba con fuerza al habernos recibido sus autoridades como a perros y tratarnos como a delincuentes?, ¿por qué la patria de la revolución, los derechos humanos y el derecho de asilo permitía que nuestros guardianes nos pegaran y hasta nos robaran lo poco que teníamos?

Los que habíamos pasado por el frente estábamos más acostumbrados a este tipo de penalidades, pero hasta para jóvenes llenos de vida y curtidos en la guerra, esto era más de lo que podía soportar nuestra dignidad. Todo ello, unido a un cierto grado de inconsciencia, nos llevó a organizar una escapada a Toulouse para contactar con los compañeros franceses y denunciar lo que nos estaban haciendo, y de paso, huir de aquel prado sembrado de placas de hielo.

Fugarnos era relativamente sencillo. La cerca no suponía un gran obstáculo y el lugar se encontraba muy aislado. Los centinelas eran escasos y los reflectores pocos y no muy potentes. Con tan cortas medidas de seguridad, en una noche sin luna, sólo había que esperar el momento en el que los guardianes dejaran de hacer la ronda. Además de las tinieblas, elegimos una madrugada en la que diluviaba y el ruido del chaparrón, junto a la cortina de agua, hacían aún más difícil localizarnos. La fuga parecía pan comido.

2

 

Con el paso del tiempo, mis años de infancia se van haciendo más borrosos. Cada vez se asemejan más a una etapa de mi vida en la que jugar, hacer travesuras y la alegría natural de la niñez pesan más que las penalidades y miserias a las que estábamos sometidos.

Las afueras de Madrid eran un espacio entre el campo y la ciudad, llenas de huertas y algún camino o carretera que te conducía hasta la mismísima Gran Vía. Mi casa era una humilde construcción adornada con unos muebles astillados, y cuatro utensilios de cocina. En el invierno siempre hacía frío, en especial por las mañanas. El suelo de tierra permitía que, en el tiempo de las lluvias, la humedad subiera por las paredes hasta que se secaban durante el verano. En esta época del año la vida en los arrabales se volvía más alegre. Los niños formábamos cuadrillas para hacer mil y una perrerías. Recuerdo que el «tío miserias» era el único que poseía huerto y casa propios. Siendo un hombre ya mayor, vivía en soledad cultivando aún su tierra. La finca se encontraba en pendiente, en lo alto de la cual se alojaba una alberca para el riego. En los días tórridos de la estación veraniega, aquel depósito de agua se convertía en una piscina y en el objetivo de los juegos de toda la chavalería.

En una ocasión en la que el calor apretaba especialmente se juntó en la alberca toda la chiquillería de los alrededores. El jolgorio que se montó hizo aparecer al dueño de la finca pegando gritos acompañado de una escopeta de caza entre las manos. De repente se hizo el silencio y todos salimos corriendo en todas direcciones. No quedó mata de tomate, brote de lechuga u hoja de cebolla que no recibiera un pisotón. Aquella fue la última vez que pudimos bañarnos en la alberca. El «tío miserias» levantó una valla y metió un perro dentro para que no se nos ocurriera saltarla.

Ese hombre huraño y solitario, que nunca daba nada por nada, siguió sufriendo nuestras incursiones y picardías, de forma que los melones, un día, o las uvas, otro, se convertían en nuestro pequeño botín. Por lo demás, aquellos ingenuos robos nos daban un suplemento a nuestra pobre alimentación.

Otra de nuestras actividades favoritas era la caza con hurón o comadreja. Los manteníamos todo el año para que nos ayudaran a sacar los conejos de sus escondrijos. Metíamos al bicho por una de las entradas a la madriguera y el resto las tapábamos con maleza o nos apostábamos a la espera de que saliera la presa. Era muy divertido y la satisfacción de traer un poco más de comida a casa siempre suponía un orgullo.

La etapa de juegos y aventuras infantiles duraba unos pocos años. Pronto era necesario que nos pusiéramos a trabajar, y por poco más que la comida y unas perras, uno se metía de aprendiz en un taller o en el campo.

Mi primer trabajo fue en una huerta con un melonero, no muy lejos de Fuencarral. Para su desgracia, aquel hombre de manos grandes y ajadas, no había tenido hijos, por ello, le hacía falta contratar a algún muchacho que le echara una mano.

Aunque no fui al colegio enseguida me di cuenta de lo útil que podría ser saber leer y escribir. Los chicos que aprendieron algo en la escuela trabajaban en faenas menos duras que las nuestras. Uno de ellos, Andrés, pudo ir al colegio de los curas para aprender algunas reglas y garabatear el alfabeto. Era aprendiz en una imprenta, y fue gracias a él que pude asimilar cuatro cosillas elementales que después me acompañarían toda la vida.

Con el melonero estos conocimientos no me sirvieron de gran cosa, pero perseveré en mi deseo de aprender, quitándome horas de descanso y hasta de sueño.

En casa, mis dos hermanos y tres hermanas vivíamos, comíamos y dormíamos en la misma habitación. Esta nos servía de comedor y de cocina, sin luz ni agua corriente. Las noches de invierno eran largas y frías. El aburrimiento, la humedad y los sabañones se combatían con el fuego, una sopa de ajo y mucha charla. En esos días no había mucho más.

Sobre mi padre sólo puedo decir que era un hortelano borrachín que había nacido en Madrid. Mi madre, en cambio era de Castilla, y se vino a servir a una familia rica desde muy pequeña. Cuando dejó de ser una niña y decidió casarse con mi padre tuvo que marchar de la casa, si bien le ofrecieron que se encargase de lavarles la ropa.

Muchas mujeres en aquella época trabajaban como mi madre, de lavanderas. Sin posibilidad de hacer otra cosa más que casarse y engendrar hijos, debían romperse el espinazo a diario en el riachuelo y destrozarse las manos hiciera sol o helara. El borrachín de mi padre tenía mucha afición a frecuentar las tascas de Tetuán para beber el matarratas que les servían con la etiqueta de aguardiente. Debido a la afición de mi progenitor a empinar el codo, mi madre debía atarle en corto para que dejara algo de la paga en casa. Aún recuerdo ir de su mano los días de cobro en busca de su marido, recorriendo las cantinas de Cuatro Caminos antes de que se gastara todo el salario en alcohol.